LA CARPA DE LOS
RECUERDOS
Guillermo
era un chico muy triste. Con apenas ocho años había probado los
sinsabores de la vida cuando sus padres fallecieron dos años antes.
Desde entonces, el chico vivaz y alegre desapareció con ellos dando
paso a un chico distinto, muy diferente a aquel que fue.
No
se integraba en el colegio, no salía a jugar por las tardes ni
celebraba sus cumpleaños. Por mucho que sus abuelos se esforzasen no
conseguían arrancarle una sonrisa. Ni siquiera una palabra.
Todo
cambió un día cuando su abuelo le llevó a la feria. Guillermo fue
con desgana y, ni los caballitos ni los juegos consiguieron
levantarle el ánimo hasta que llegó a una carpa misteriosa, donde,
ataviado con una vara y un sombrero, un hombre alardeaba de tener la
mejor atracción de todas.
Según
él, quien entraba en su carpa podía ver las maravillas más
grandes, los portentos más asombrosos, las visiones más
alucinantes. Por solo dos euros cualquiera podía acceder a aquel
país de las maravillas.
Bien
porque Guillermo tenía necesidad de creerlo, o bien porque la
cháchara de aquel hombre era tan convincente que resultaba muy
difícil no sentirse atraído por ella, Guillermo tiró de la
chaqueta de su abuelo para pedirle entrar en aquella carpa de
ensueño.
Su
abuelo, gratamente sorprendido ante la respuesta de su nieto, le
compró un ticket. Con el billete en la mano, una vez el feriante lo
picó, Guillermo atravesó la entrada sumergiéndose en la oscuridad
del interior.
Sin
poder ver nada, pero, extrañamente sin sentir tampoco miedo alguno,
avanzó hasta que, de repente, una luz iluminó toda la carpa.
Ante
él se desplegó una imagen que, no por haberla soñado noche si,
noche también le sorprendió menos. Misteriosamente se encontraba en
el salón de su casa, con sus padres y él mismo, sentados en la mesa
celebrando la navidad.
La
cara de Guillermo era un poema, en su rostro se dibujó una sonrisa
tan grande que parecía que se iba a salir del mismo. Ante si la cena
de navidad de hacía tres años, momento que Guillermo ya no
recordaba tan bien como le gustaría.
No
se atrevió a moverse ni a acercarse por si la visión se desvanecía
ante sus ojos. De alguna manera sentía como si el tiempo no hubiese
pasado, como si sus padres aún viviesen y que, al terminar la
visión, estarían esperándole en el exterior de la carpa.
Cuando
la magia terminó y salió solo pudo ver a su abuelo. No obstante la
expectativa no cumplida, salió y siguió sonriendo y, su abuelo al
verle, sonrió con él.
El
camino de vuelta a casa fue muy diferente al de ida. Emocionado,
Guillermo le contó a su abuelo lo que había visto, escuchándole
este complacido.
Los
días siguientes fueron también diferentes, Guillermo pareció
recobrar su energía, su fuerza, su vida. Pasó una semana desde
aquel mágico momento cuando le pidió a su abuelo ir de nuevo a la
feria. Su abuelo no puso objeciones, al contrario, lo hizo más que
dispuesto, todo fuese para que su nieto volviese a sonreír.
Al
entrar de nuevo en la carpa la escena se repite, idéntica, sin
errores. Guillermo revive aquel momento y, cuando sale, la felicidad
no le ha abandonado. A pesar de que sus padres no están, a pesar de
saber que no volverán, tiene la sensación de que están ahí con él
y no solo cuando los puede ver en el interior de la carpa.
Todos
los viernes repetía la misma rutina. Todos los viernes volvía a
estar con sus padres. Así durante dos meses, hasta que, un día, la
feria terminó. Allí solo quedaban las personas encargadas de la
limpieza. Uno de ellos les indicó a Guillermo y a su abuelo que, con
el final de la primavera, la feria se marchaba a otra ciudad y no
volvería hasta el año siguiente.
Visiblemente
decepcionado, regresó a casa con su abuelo. Este trató de animarle
,pero no lo consiguió. Al día siguiente, Guillermo cogió un
calendario y comenzó a tachar los días. Cada día uno más,
contando los que quedaban para la próxima primavera, para la próxima
feria, para el próximo reencuentro con las personas que más quería.
El
tiempo pasó, las estaciones se sucedieron y Guillermo vio crecer su
ilusión día a día. Era un Guillermo diferente, no obstante no
disfrutase cada viernes de la magia de la carpa. La espera, el saber
que, por imposible que parezca sus padres están cerca de él, le ha
convertido en un chico distinto, más parecido a aquel que existía
antes de la muerte de sus padres.
Casi
sin darse cuenta llega la primavera, y con ella, la feria. Guillermo
y su abuelo se dirigen allí con toda la ilusión del mundo, compran
un ticket y Guillermo entra para revivir las navidades de cuatro años
antes.
Sin
embargo, nada pasa. Se encienden las luces, si, pero ninguna imagen
llena la habitación, ninguna cena de navidad, ningún recuerdo,
nada. Espera pero nada sucede. Decepcionado, sale de la carpa y le
pregunta al charlatán responsable de la misma:
—¿Por
qué no he visto nada?
—Eso
es porque ya no tienes necesidad de ello— le responde el hombre.
–Cierra los ojos, ¿qué ves?— le pregunta a Guillermo.
Guillermo
cierra los ojos y, sin esperarlo, aparece clara y nítida la misma
escena del interior de la carpa, exactamente igual. Desde entonces
cada vez que cierra los ojos es capaz de recrear aquella escena. No
hay magia, no hay misterio, solamente las ganas de ver. Solamente el
recuerdo.
(Esta historia forma parte del libro Pequeñas historias, relatos y pensamientos que se puede comprar a través de Amazon en el siguiente enlace)
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